En realidad hace por lo menos una
hora que llevo despierto, aunque al amparo de las sábanas no puedo dejar de
darle vueltas. Esperaba que ya me hubiese llegado la inspiración, pero no he
tenido esa suerte. Sin embargo no me puedo quejar, porque mi suerte es otra, la
de tener cerca de mí esta silueta negra de curvas sinuosas, delicadas, y
ardientes, que cuando la miro hace que se diluyan mis incertidumbres.
Ella me brinda seguridad.
Cada mañana es lo mismo, mi
debilidad de hombre acomplejado aflora, y como hipnotizado busco el apoyo, que
encuentro en el abrazo de su aroma tibio. Su calidez cuando me invade, me
transforma en otra persona, en alguien que recupera cada mañana la certeza de que
merece la pena vivir. Cuando compruebo que está cerca de mí, me da fuerzas, el
saber que siempre puedo recurrir a ella. Lo mismo que un Roco Vargas, de carne
y hueso.
Sí, porque cuando al levantarme,
estoy muerto de sueño y sin fuerzas, pero al sentir su dulce néctar en mis
labios, me transformo. Y aún más, si en lugar de servirme una taza, me sirvo
dos. Vierto su líquido tan negro como ella, humeante y cremoso, y mi cerebro se
desenreda. Y es que es verdad que estas cafeteras italianas de diseño, te atrapan
nada más verlas.
La mía, es de color negro. Siempre me ha parecido
más bonita que la cromada o la blanca, que resultan más impersonales.LA LINTERNA
¿Por qué ahora siempre llevo una linterna en mi mochila como accesorio indispensable?
La explicación está en lo que me sucedió la víspera del día de todos los santos el otoño anterior. Fue frente a mi casa, aunque creo que primero debería explicar dónde está. Influye en lo que voy a contar que mi ciudad es abrupta y llena de desniveles y mi apartamento está situado en un edificio a las afueras, por eso la fachada posterior de la casa está limitada por un barranco y la calle donde vivo es una calle sin salida. El camino hasta la puerta de entrada está flanqueado, a la derecha por tapias más o menos altas de un grupo de casuchas, y a la izquierda, por un almacén abandonado de tres alturas, lo que convierte este paso, en un camino solitario y desolado.
Tan sólo hay cien metros desde el comienzo de la calle hasta la puerta por la que accedo a mi apartamento, pero por la aprensión y la incertidumbre que me crea, para mí es como si tuviese que atravesar una distancia mucho mayor.
Por encontrarle un parecido, yo me referiría a que mi ciudad se parece a Quauhnáhuac en México, “Los muros de la ciudad, construida en una colina, son altos; las calles y veredas, tortuosas y accidentadas; los caminos, sinuosos”, tanto que si fuese la hora del crepúsculo del Día de Muertos, de noviembre de 1939 y fuese vestido de franela blanca, casi me podría creer que soy el protagonista en el comienzo de una novela. Pero eso no es más que un deseo, por eso me vuelvo a centrar en esa noche misteriosa del año anterior. Era la hora en que volvía a mi casa después del trabajo, ya anochecido.
Normalmente al marchar a mi casa por las noches no me cruzo con ningún vecino, porque los pocos que hay tienen horarios diferentes al mío, por eso cuando llega el momento de atravesar la calle, al verla tan solitaria una suerte de aprensión me invade, y eso a pesar de que al encarar el camino, desde lejos vislumbro la pequeña luz que brilla indefectiblemente sobre el dintel de entrada. A mí, de noche, me parece un faro que me indica el camino. Normalmente, las pocas farolas que alumbran el callejón son suficientes para disolver las sombras que me podrían atemorizar, sin embargo el día al que me refiero, por alguna suerte (o mejor mala suerte “sic”) de avería, el callejón se encontraba a oscuras y aunque el resplandor que llegaba desde otras calles lejanas de la ciudad, mejor iluminadas, permitía adivinar los contornos, no me parecían suficiente.
Ese día yo sabía que de haber allí alguien escondido no lo habría distinguido, pero como conocía perfectamente el lugar, encaré con decisión el trayecto. Luego mi temor se diluyó, al apreciar que a los pocos metros mis ojos se acostumbraban con facilidad a la oscuridad. Incluso aproximadamente a mitad de la calle, la claridad aumentaba gracias al ventanuco de un garaje que a ras de suelo esparcía una semicircunferencia de luz rojiza. Y pensando en qué hacer si se me presentaba un imprevisto, me dije que si necesitaba dar un grito alguien me oiría dada la cercanía de otras casas y eso me tranquilizó. E iba pensando en eso, y fijando mis ojos en el resplandor del fondo de la calle, el del portal de mí casa y el que me llegaba desde la distancia, cuando un golpe seco como un empujón casi me tiró al suelo.
Fue un golpe fuerte e inesperado, pero pude apreciar que no había sido contra ningún obstáculo, ya que la superficie con la que me había golpeado era ligeramente blanda... y fría. Me volví queriendo identificar el origen del golpe, pero aparte de una ligera brisa que me acariciaba el rostro, todo estaba solitario y quieto.
Y aterrorizado, mi impulso fue el de echar a correr, así que arranqué con todas mis fuerzas y no paré hasta llegar al portal. A trompicones saqué la llave y me introduje en el hall, cerrando la puerta con fuerza tras de mí. Antes de encarar la escalera pude por lo menos apreciar que nadie me había seguido.
Y esa es la historia, de porqué llevo una gran linterna pesada del tipo de las que usa la policía, por si un día se vuelve a ir la luz, o por si alguna vez necesito algo que me sirva para golpear fuerte a algún bulto blando y frío...
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